martes, 17 de diciembre de 2013

Humilde homenaje al maestro García Márquez

Reconforta, no sabéis cuanto, la seguridad de vuestra lectura, la sensación de no dejar todo en manos del viento metafórico, ese que se ha colado desde hace un par de semanas y nos ha hecho abrigarnos. Y es que ese viento me lleva al fin, hacia el lugar que marca mi brújula destartalada ¿Y quién dice que no se puede? Si la melancolía del adiós me turba, es tan sólo porque no acierto a despedirme de manera cortés, sin herirte, sin ofenderte. Y un carrusel de impulsos me indica que la actitud de Jack Sparrow es quizás la senda a seguir, sin mirar más allá, sin renunciar al saber, pero sin dramatizar. Me sorprendo ante el elogio y sonrío planteándome si de verdad lo merezco, pero al mismo tiempo me motiva. Quiero estar a la altura, por mí y por vosotros. No me justifico, sólo lo comparto. Cuentacuentos soy, y ¿quién no? ¿verdad? Así que al tajo... 

Érase una vez una planicie medio árida, medio húmeda, sin clima definido ni árboles centenarios, donde sólo unas zarzas hablaban entre sí a través de los grillos y los sapos de las charcas. Aquella planicie había asistido a todo tipo de discusiones y reyertas, la más famosa fue la de la Luna contra Plutón, cuando le expulsó de la Galaxia como si tal cosa. Los viejos del lugar habían justificado aquel acto como consecuencia de la continua frialdad de Plutón frente al esfuerzo cautivador de ésta, que si bien era pálida, no tenía motivo alguno para dejar de emocionar ni había nunca faltado a su cita mensual. Pero aquel año los ancianos andaban preocupados por los rumores de un disparate sin igual que corría de un lado a otro como un saltamontes en agosto. Se decía que una joven, de nombre Ërice, bisnieta de uno de los fundadores de la capital de la planicie, pretendía yacer con el ermitaño de la cueva, un hombre sin pasado ni fortuna, durante dos días y dos noches. El rumor fue tomando forma, sobre todo cuando la joven comenzó a preparar su equipaje para tan audaz empresa. Apenas abrió el armario de su habitación cuando el rumor había llegado ya a las aldeas más alejadas de la planicie. Se especuló durante horas con lo que se llevaría a la cueva, los ancianos opinaban, en su mayoría, que cogería ropa de abrigo, ya que se sabía que en la cueva del ermitaño no había calefacción, y la jove Ërice, aún arriesgada, siempre había mostrado un gran sentido común en cuanta cosa había hecho hasta entonces. Pero los jóvenes mostraban cierto recelo ante lo que podría indicar las más deshonestas intenciones. Decían estos últimos que si llevaba poca ropa, sería un claro síntoma de que la joven se volvería ermitaña, para desgracia de su familia y de toda la planicie. Uno de los jóvenes más respetados llegó a decir incluso que quizás no llevaría ropa alguna, lo que le supuso una dura reprimenda por parte del alcalde de su aldea y un sonoro sopapo de su prometida, con la que llevaba enlazado desde los cinco años. Y así fue como la joven partió de su casa ante la atenta mirada de todo el pueblo, que había salido a observarla severamente, mostrando una unión sólo comparable a cuando se habían opuesto al deseo del antiguo rey de santificar los ladrillos del palacio y hacer una fiesta conmemorativa de tres semanas. Pero la sorpresa vino cuando la joven Ërice, lejos de mostrar verguenza, alzó el brazo y sonrió al tiempo que gritaba un estruendoro ¡gracias pueblo! que dejó fuera de lugar hasta al mismísimo herrero, que se sabía que era un hombre imperturbable ya hiciera frío o calor. Y así fue cómo el pueblo decidió llamar a aquel acto Dia de la Despedida Inconcebible, pero eso sólo ocurrió unos diez años después, cuando el nuevo Rey convenció al alcalde de que debía de naturalizar aquella fecha haciéndola motivo de celebración. La joven partíó hacia la cueva, eso sí, no sin antes pasar por todas las aldeas para hacer acopio de todo tipo de elementos singulares que no hacían sino aumentar las especulaciones, especialmente cuando adquirió un extraño objeto de madera, que nadie sabía para qué servía ni quién lo había fabricado, pero que llevaba expuesto en el escaparate de la panadería de la aldea meridional tanto tiempo que ya se había convertido en una estantería más. Por último la joven se despidió también de la Luna justo antes de entrar en la cueva, y la Luna, algo preocupada, se eclipsó brevemente para advertirle que durante años, nadie había conseguido hablar con el ermitaño, pero Ërice estaba tan decidida que ni el mismísimo Sol al mediodía habría podido hacerle desistir. Durante los dos días y las dos noches siguientes nadie en toda la planicie realizó trabajo alguno, ni celebró nada, las viudas apenas comieron y las gallinas dejaron de poner huevos. El silencio continuo sólo era roto por los guturales sonidos que llegaban de la cueva, que si bien parecían gritos, no eran del todo signo de violencia, o al menos eso declaró el alcalde ante la insistente propuesta del jefe de todas las policías que estaba dispuesto a intervenir realizando una incursión rápida, eficaz y carente de toda piedad. Y así transcurrieron los dos días, entre rumores y susurros mezclados con aquellos extraños sonidos que se iban acompasando cada vez más pero sin dejar de ser continuos e intensos. Uno de los ancianos observó que no sólo eran gruñidos, sino que parecía que había alguna palabra entre ellos, pero la observación fue tomada como un achaque senil propio de alguien de aquella edad tan avanzada.Así fue como la tercera noche, ante la expectación general, Ërice salió de la cueva sonriente como si tal cosa. La Luna la esperaba atenta, ya que había sido informada de que sucesos parecidos habían ocurrido alguna otra vez, tiempo antes de la fundación de la capital, aunque, según le había dicho Venus, no se recordaba quién había sido el causante... 

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